“Siempre en pandilla cayendo como buitres sobre la víctima inerte”
(Esteban Echeverría, en El Matadero)
En 1954, William Golding, futuro premio Nobel de Literatura, escribió El señor de las moscas. El libro muestra la peor cara de la humanidad y recuerda el estado de naturaleza de Thomas Hobbes (1588–1679), en el que no florecen ni las artes, ni las letras, ni la industria, ni la agricultura, ni los inventos, ni se construyen viviendas confortables. Al contrario, sólo existen el miedo continuo y la amenaza de muerte violenta, en el que a hombres y mujeres les aguarda una vida solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta. Una sociedad sin leyes, sin instituciones –anterior a un hipotético contrato social– o consecuencia del colapso de la civilización, es similar al mundo descrito por Esteban Echeverría en El Matadero, escrito hacia 1840: un pudridero en el que es imposible respirar o conversar. Es el escenario de la película australiana Mad Max.
En la novela de Golding, un grupo de colegiales quedan abandonados a su suerte en una isla. Tras la confusión inicial, acuerdan unas tareas y reglas mínimas –vigilancia, cuidar el fuego, conseguir agua y alimentos, hacer uso de la palabra de modo ordenado y democrático– con el fin de proteger la pequeña comunidad de posibles amenazas externas y, sobre todo, del peligro de su disolución.
Al principio hay consenso – necesitamos más reglas y hay que obedecerlas. Después de todo, no somos salvajes. Somos ingleses, y los ingleses somos siempre los mejores en todo– exclama Jack, uno de los protagonistas. Más tarde, el mismo Jack decide que el acuerdo alcanzado es un estorbo, por lo cual es interpelado por Ralph, la voz de la razón: ¡Las reglas!… ¡Estás rompiendo las reglas!
–¿Y qué importa?, contesta Jack
La réplica de Ralph es una de las mejores frases de la novela: ¡Las reglas son lo único que tenemos!
Ralph tiene razón: las reglas– instituciones en jerga económica– son el único elemento que separa la civilización de la barbarie. La democracia y el mercado descansan sobre un frágil tejido, el cual puede ser roto si los ciudadanos no están vigilantes.
La sociabilidad, la simpatía diría Adam Smith, el padre fundador de la ciencia económica, es el piso en el que se edifican la sociedad civil comercial y la democracia. Sin la ley, y sin la disposición de los ciudadanos a vivir conforme a ella –rule of law–, la sociedad colapsa en manos de los rapaces, mezquinos, rentistas, engañadores, conspiradores y opresores.
Poco más que esto es lo que sostiene la llamada economía institucional, un programa de investigación orientado a pensar el papel de las instituciones sociales, definidas como reglas del juego, en el desempeño económico. Sin un terreno nivelado de juego, en el que los agentes económicos tengan certidumbre institucional, sólo podrá florecer una economía con elevados costos de transacción, altos niveles de corrupción, prácticas monopolísticas y captura del Estado.
¿Qué explica, en general, el pobre desempeño económico de América Latina? A juicio de institucionalistas como Daron Acemoglou, James Robinson, Douglass North u Oliver Williamson, la debilidad del Estado y el poder de las élites para vetar los cambios necesarios, son parte de la respuesta.
En México y Colombia, aunque parece haber consenso en torno a la necesidad de hacer reformas en pro de una economía de mercado sana, competitiva, que traiga el bienestar a la población, el impulso se ve pronto ahogado en medio de los intereses creados y la capacidad de las élites para llevar el agua a su propio molino.
El famoso Pacto por México y las reformas de los años 90 en Colombia no resultan creíbles en el largo plazo. El crecimiento, si se presenta, es meramente residual. Los mismos gobiernos que impulsaron las iniciativas terminaron torpedeándolas. El magnate mexicano que afirmó que había llegado la hora de competir –porque ya no se podría vivir de rentas monopólicas concedidas por gobiernos cómplices– pronto se dio cuenta de que el gobierno de Peña Nieto no era creíble.
América Latina carece de instituciones políticas que apuntalen el crecimiento económico. Un buen diseño institucional crea y estabiliza los mercados y, en la medida en la población se beneficia del crecimiento, también los legitima: las ciudadanos no estarán dispuestos a ir en pos de algún falso mesías y hacer saltar en pedazos el precario orden conseguido en poco más de dos siglos de vida republicana.
El solo crecimiento económico no es suficiente para garantizar la estabilidad de la economía y la democracia. James Robinson, en un artículo titulado Colombia: Another 100 Years of Solitude? anota que los problemas de Colombia –narcotráfico, subversión, grupos paramilitares y violencia endémica–, no son la causa de la grave situación actual sino los síntomas de algo mucho más profundo: la manera como Colombia ha sido gobernada en los últimos dos siglos.
Ningún gobierno ha tenido la voluntad, ni la capacidad, de romper con el sistema de gobierno que originó las actuales dificultades. Ni en México ni en Colombia, administración alguna se ha propuesto tomar el toro por los cuernos y empezar a empujar las reformas que ataquen la raíz del problema y no los síntomas.
La causa, como dice James Robinson, de que México y Colombia no tengan los mismos niveles de vida de los Estados Unidos es que las instituciones existentes no lo permiten. Sin instituciones fuertes, los inevitables conflictos que se presentan en cualquier sociedad, no se pueden resolver, y los ciudadanos –que dejan de serlo– aplican la ley de la selva. Como en un estado hobbesiano. Ese es el mundo de El Señor de las moscas de Golding, el de El Matadero de Echeverría y, apurando un poco, el de México y Colombia.
Alberto Castrillón Mora
Profesor de Economía Política e Institucional en la Facultad de Economía en la Universidad Externado de Colombia
Licenciado en Historia y Filosofía, con especialidad en Historia Económica